Shibari – Muestra colectiva en Cincomonos

Foto: Jesús Llaría

Hasta el 11 de Noviembre podéis visitar en Cincomonos Espai d’Art (Consell de Cent 283, metro Universitat) una exposición colectiva de fotos de shibari con catorce obras de cinco fotógrafos que en un momento u otro se han preocupado por la belleza de las ataduras: Jesús Llaría, Geni Momblan, Mara Blackflower, Tentesion y Toni Chaptom. Para la inauguración escribí y recité un texto tratando de explicar el porqué de las imágenes elegidas y de mi pasión por las cuerdas erótico-festivas, mientras amablemente Nudoss y Suri representaban una sesión de shibari en directo. Aquí os lo dejo… Está pensado para ser oído más que leído, pero en cualquier caso espero que os guste. 🙂

Foto Ayla

Mouchos, coruxas, sapos e bruxas;
demos, trasnos e diaños;
espíritos das neboadas veigas,
corvos, pintegas e meigas…

Poca gente sabe que entre los poderes maléficos de las meigas estaba el de hacer danzar las cuerdas a su son, como los flautistas hindús pero en satánico y gallego. Una meiga poderosa podía hacer que todas las cuerdas de un pueblo se desenrollaran de sus almacenes y se enroscaran sobre los aldeanos atando a las matronas, colgando a los campesinos de las higueras, azotando al alcalde con cáñamo y esparto. ¿Habíais oído alguna vez esta leyenda? ¿Sí? Me extrañaría mucho, porque me la acabo de inventar. Disculpadme, era necesario, quería meteros en situación porque vamos ahora a realizar una especie de conxuro, una invocación a los espíritus de la cuerda y a la diosa de los atadores, que no es sobrenatural pero sí preternatural. Una diosa que acude no cuando se repite su nombre cinco veces ante un espejo, sino cuando se da respuesta a una pregunta, una simple pregunta…

¿Qué nos atrae del shibari? ¿Estamos aquí reunidos por azar, por acompañar a algún amigo, por curiosidad, por morbo? ¿O corre ya por nuestras venas el virus memético autorreplicante de las cuerdas? Dejad que aventure seis respuestas, seis caras de un mismo dado, seis ingredientes que arrojaremos a una olla imaginaria de conjuros brujeriles, mientras ante vuestros ojos una serpiente de cuerda devora poco a poco a la humana que ofrecemos en sacrificio a los dioses del yute. Durante los próximos minutos este atador será todos los atadores de todos los géneros y edades, esta modelo será todas las modelos de todos los géneros y edades. Ambos serán un símbolo, un espejismo, una representación, la respuesta a una pregunta, la pregunta…

¿Por qué gusta el shibari? En primer lugar, por un motivo tan sencillo como la vida y tan complejo como la vida. El shibari pone cachondo. Es un ars erotica. El shibari calienta la sangre, lo que es una forma educada de decir que endurece o humidifica genitales con poderosa eficacia. Y sin embargo no es un arte genital: ya decía Michel Foucault que ciertas artes eróticas, como las sadomasoquistas, permiten una desgenitalización del placer. Haced caso a Foucault: era calvo, filósofo, le gustaban los fistings y practicaba sado: cuatro indiscutibles signos de inteligencia. Más allá del matanawa genital, el pussy rope o las ataduras de huevos (¡no salgas de casa sin ellas!), una atadura de shibari convierte todo el cuerpo en una zona erógena. Cada centímetro de piel, desde la planta de los pies hasta la parte superior del brazo, se convierte en un campo de batalla que las cuerdas aprietan, acarician, comprimen, rozan, estimulan, exploran, excitan, marcan.

La persona que ata experimenta un milagro de los panes y los peces: sus dedos se multiplican y alargan de repente: ¡ocho metros cada uno! Dedos de yute abarcan y acarician simultáneamente todo un cuerpo a la vez, como los demonios tentaculares del hentai de Toshio Maeda o los tentáculos del famoso pulpo de Hokusai que regala un cunnilingus. ¡Fijaos! Fijaos la próxima vez que veáis El sueño de la mujer del pescador, fijaos en las manos tensas de la mujer, fijaos en cómo es ella quien agarra fuertemente los tentáculos del gran pulpo que le besa el coño, ella quien aferra e intensifica sus propias ataduras, ella la agente activa de su placer tentacular, aunque algún crítico de arte occidental miope vea desmayo o pasividad en la imagen. En el shibari la persona atada es parte activa del placer, no es un fardo o un paquete ni siquiera cuando juega a verse como tal.

Pero ¡eh! Podemos ser pervertidos, kinkys, guarros o como sea que el vocabulario moderno llame al hecho de ser sexualmente activo más allá del “¿has probado los geles de placer?”. No es más que la punta del iceberg del porqué de la atracción por el shibari. También está el motivo número DOS: explorar las posibilidades del cuerpo, sensaciones físicas y mentales más allá del erotismo. Tiene sin duda su qué observar un jamón colgado a secar o las ataduras intrincadas de un collar de macramé… Pero el shibari va de atar cuerpos humanos, retorcerlos y a veces contorsionarlos, unir los brazos que la naturaleza creó separados o separar las piernas que suelen ir juntas. Mi pareja, el amor de mi vida, descubrió el shibari a través de una fotografía que mezclaba yoga y cuerdas. Con ella descubrí que el yoga no es contorsionismo sino armonía, una corrección de mente, alma y cuerpo que se manifiesta tanto en las posturas más sencillas como en las difíciles de mantener. Del shibari nos atrae la armonía. Esa sensación, difícil de lograr y difícil de definir, de que independientemente de lo complicado o estético de la atadura, todo encaja tanto en la postura física como en el estado mental. La persona atada experimenta a menudo relajación, abandono, ingravidez si hablamos de suspensiones… Un vacío mental zen con un fuerte anclaje en el cuerpo físico, en la intensidad de la atadura, la presión de las cuerdas, el esfuerzo de mantener una postura. Ah, el subespacio cuerdil, tan elusivo como adictivo. Pero, ¿y la persona que ata? ¿Qué sensaciones extrae más allá de las eróticas? Cuando una sesión va mal, ninguna. Es fácil esconderse tras el ritual de las formas y las figuras, los patrones simétricos y las distribuciones de pesos, los movimientos convertidos en katas de artes marciales repetidos una y otra y otra y otra vez, grabados a fuego en músculos que atan sin pensar ni sentir. El árido modo ingenieril de la atadura por defecto. Pero cuanto todo va bien, ah, cuando el 90% de transpiración deja paso al 10% de inspiración y los movimientos fluyen más allá de la técnica, el atador o atadora experimenta la sensación impagable de convertirse en demiurgo, en creador de un pequeño universo autocontenido que durará los diez siglos que dura una buena sesión. Y también puede que sienta otra cosa, una percepción de control, de confianza recibida y merecida, de dominar la situación y tener, literalmente, otra vida en las manos y en las cuerdas.

Foto: Ayla

Lo que me lleva con la puntualidad de un tren expreso al punto TRES, el TERCER MOTIVO.  Dejadme que os cuente un secreto, acercaos, que no se oiga fuera de este círculo. Podrían malinterpretarnos, la Barbi y doce hombres sin piedad podrían usar estas palabras en nuestra contra ante un tribunal de justicia. Y sin embargo debo decirlas, porque son ciertas. Este es el secreto: “el shibari es una forma de dominación”. ¿Qué sorpresa, eh? Resulta que atar e inmovilizar a otra persona con motivos artísticos o erótico-festivos tiene un trasfondo BDSM. A veces resulta obvio, como en las técnicas de semenawa pensadas para provocar dolor a través de las cuerdas… Un dolor específico y controlado, ojo, que no hay nada más triste que el que convierte sin querer en semenawa todo lo que toca. Además, ¿qué se hace en el shibari cuando tienes ante ti a la persona atada, o incluso mientras la estás atando? A veces nada, y las propias cuerdas establecen el diálogo; a veces hay sexo, o caricias, o la frialdad educada de un taller. Y de la misma forma que la nata combina con el chocolate sin que sea obligatorio convertirlo todo en straciatella, a veces los juegos sadomasoquistas combinan admirablemente con las cuerdas shibaríticas. Cera de velas, pinzas en los pezones, azotes en las nalgas o un pellizco en el escroto o los labios mayores, todo vale mientras se negocien y autoricen de antemano el dolor y el grado de intimidad. Pero eh, ojo, incluso aunque no incluya elementos dolorosos, una sesión de shibari juega con la dominación y la sumisión de forma más intensa que diez tangos simultáneos. Quien está atado queda a merced de quien ata, le concede el regalo de la confianza máxima y la indefensión absoluta.

Permitidme un paréntesis. Un hombre atado o una mujer atando a otra puede levantar alguna ceja, pero… ¿Cómo evitar que la visión de una mujer atada por un hombre se contamine con acusaciones de machismo (las he visto, creedme, Facebook y Twitter son una puerta a los abismos peor que el Necronomicon)? Para quien conoce el mundo de las cuerdas desde dentro, la respuesta es obvia: en el shibari la dominación es consensuada, mutuamente placentera, constructiva y separada de los roles de género… No solo porque cada vez haya más mujeres atadoras y hombres atados, sino porque el tipo de dominación que entra en juego es sutil, acotada en el tiempo y el espacio, un sometimiento que más que a quien ata es a la propia pérdida de control. Es decir: la persona atada se somete, ante todo, a las respuestas incontroladas de su propio cuerpo, y en segundo término a la persona que las provoca. Transmitir estas ideas da armas contra los modernos inquisidores que se asoman a derecha e izquierda de nuestros espacios de libertad, buscando fiscalizar y depurar las fantasías.

Pero el conjuro avanza, poderoso, indiferente a nuestras vanas polémicas, y llega a su cuarto elemento, el CUARTO motivo que explica la atracción por el shibari: su uso como puente de comunicación entre dos personas. El puente de cuerdas al que alude el título de la muestra, que puede ser tanto un lujoso puente presto a estropearse (¡como los de Calatrava!) como un sólido puente rural que una las riberas de un río de montaña. Antes decía que las cuerdas se convierten en extensiones de los dedos: también se convierten en un segundo oído y una segunda boca, un medio para construir un contacto que puede ser tan breve y fugaz como un taller o una performance, o tan largo y profundo como una relación de pareja. Las cuerdas hablan. Y aún mejor, las cuerdas escuchan. Las fibras de yute oyen lo que pensamos y sentimos, se susurran entre sí nuestras intimidades como abuelas cotillas y, si se las sabe escuchar, también le hablan a la persona que ata.

Foto: Geni Momblan

No siempre se establece la conexión: la llamada telefónica de quien ata a veces se encuentra con que la línea comunica. Y una mala sesión de cuerdas no une sino que puede llegar a separar, al menos momentáneamente. ¡La energía atómica también tiene sus riesgos! No parece un mal momento para hablar de ellos: todo taller de iniciación al shibari dedica unos minutos a la lista de calamidades que pueden caer sobre quien ose adentrarse en los misterios órficos de las cuerdas. Lesiones en el nervio radial que dejan el brazo tonto durante meses, ciáticas, caídas aparatosas, cuerdas que se rompen o desgastan, dedos que quedan en carne viva, apocalipsis de mala suerte. El shibari no es tan peligroso como la fórmula uno, pero sí implica riesgos que no pueden hacerse desaparecer sino apenas mitigarse. Para ello contamos con una herramienta impagable: la tradición. Que no es más que una forma bonita de decir: “aprender de los que se la han pegado antes que tú”.

He aquí un QUINTO ingrediente del porqué molan las cuerdas: el shibari es una artesanía, una preciosa artesanía japonesa. Y como tal, cualquiera que se adentre en su mundo tiene una riquísima tradición para explorar, una historia plagada de momentos clave. Sostiene el mago-filósofo Alan Moore que cuando muramos nos libraremos de las cadenas que nos obligan a ver el tiempo como una sucesión secuencial de momentos excluyentes, y veremos todas las caras de la joya del tiempo simultáneamente, pasado, presente y futuro en una sola unidad. Imaginemos pues que hemos muerto y observamos el shibari desde esta perspectiva, contemplando cómo la cuerda del tiempo  une una serie de momentos como las esferas de un rosario. O como unas bolas chinas, vaya. Vemos un policía del Japón medieval deteniendo a un ladrón en fuga, atándolo a gran velocidad con una fina cuerda que surge de la manga de su kimono. Vemos a un samurai caído en desgracia inmovilizado frente al juez mediante una elaborada atadura diamantina. Vemos a un prisionero torturado con cuerdas, piedras y poleas: el dolor que le provoca estar colgado es tan espantoso que al poco rato se desmaya. Vemos a Ito Seiyu en 1920, el primer nawashi, el padre del shibari o kinbaku, atando sobre la nieve a su segunda esposa con ese brillo indefinible en la mirada que aparece cuando una fantasía largo tiempo acariciada cobra de repente realidad. Vemos a la actriz de pink eiga Tani Naomi protagonizar Hana to Hebi y otras mil películas que erotizan de forma insospechada las ataduras. Vemos al nawashi contemporáneo Akechi Denki llorando lágrimas de felicidad al atar por primera vez. Vemos a una de las primeras mujeres nawashi, Benio Takara, atando hombres y mujeres por muchas cejas que se levantaran en su época en la machista sociedad japonesa. Vemos nawashi originales y creativos como Nureki Chimuo repudiados por su propia familia y enterrados en tumbas anónimas. Vemos al maestro Yukimura Haruki haciendo llorar de felicidad a una mujer. Vemos a la nueva hornada de atadores japoneses, un carrusel de nombres, estilos y escuelas, un boom de inventividad a manos de Kanna, Monko, Naka, Kazami Ranki, Yagami Ren… Vemos a nawashi orientales, occidentales y al nawashi Osada Steve en precario y socarrón equilibrio entre ambos. Un torrente, un riachuelo, un río de sabiduría, estilo y conocimiento acumulado del que cada cual acaba encontrando un remanso fresco del que beber y saciarse.

Fotos: Tentesion

Pero dominar una artesanía, por difícil y satisfactorio que sea, no explica la razón por la que estamos en una galería. Falta un SEXTO y último motivo que explique el hechizo de las cuerdas, el ingrediente final en esta invocación luciferina. Y este motivo es el ARTE, joder, la belleza que puede alcanzar una sesión de cuerdas, una magnificencia tan pura y cristalina como la metanfetamina de Walter White. Centrémonos en cómo la fotografía intenta plasmar esa belleza… Como en la vieja historia de los ciegos que palpan un elefante: el que toca la trompa cree que es una serpiente y el que abraza una pata piensa que es un árbol. ¿Qué es la belleza del shibari, un árbol o una serpiente? ¿Dónde está el elefante del shibari? En esta muestra se hace evidente que cada fotógrafo lo ve de forma diferente y complementaria. ¿Qué ve Toni Chaptom en las cuerdas? ¿Podemos deducirlo de la cara de abandono y la arrebatada complicidad de las modelos de sus fotografías? ¿Qué ve Mara Blackflower en las cuerdas? Las fotos que ha elegido tienen un pilar central, un cuerpo atado y orgulloso flanqueado a derecha e izquierda por la cara pública del espectáculo y la performance. ¿Qué ve Geni Momblan en las cuerdas? Espacios íntimos, cerrados y tranquilos, un cuarto oscuro, un hombre atado, una mujer cegada por las cuerdas, marcas sobre la piel (¡el mapa de los rastros de la cuerda!)… Y en contraste una imagen en la playa, un canto de libertad y cuerdas al aire libre. ¿Qué ve Jesús Llaría en las cuerdas? Un momento de amor, cercanía y calidez. ¿Qué ve Tentesion en las cuerdas? Glamour, estilo, el choque de oriente y occidente, la unión de lo antiguo y lo nuevo, de la piedra abandonada y la carne suspendida. Belleza, belleza, belleza.

Y estas son mis seis respuestas: sensualidad, exploración mental y corporal, dominación, comunicación, artesanía y arte. ¿Las encontrará suficientes y satisfactorias la diosa de las ataduras? ¿Y vosotros, quitariais alguna? ¿O en vuestro corazón añadís una séptima razón propia, individual e intranferible? Termina el conxuro, termina la invocación, termina el sacrificio humano y volvemos a la galería, a las fotos, a la realidad cotidiana. Pero si la magia ha tenido éxito, una semilla imperceptible podría aparecer en vuestras almas, cerebros, estómagos, genitales o allá donde queráis que resida vuestra conciencia. Y si se la riega con buen humor, un dojo, reuniones de amigos, buen sexo, talleres, fotos, conversaciones y cuerdas, esa semilla puede germinar y convertirse en un árbol de la vida shibarítico, una fuente de alegría y placer que acompañará siempre nuestros pasos.

So say we all, así sea, amén, podéis marchar en paz los que no estéis atados ahora mismo. Gracias por haber venido… Os esperamos otra vez. 

 

 

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